La selva. San Ignacio es la imagen que uno tiene de un poblado selvático. Un pequeño pueblo en cuadrículas, verde, verdísimo, árboles y palmeras de todo tipo, papayas, pájaros de colores, cantos de aves estridentes, barró, marrón y verde.
Es una zona de indios guaraníes, vertebrada por el rio Paraná. Los guaraníes consiguieron sobrevivir a las invasiones de los últimos siglos y han llegado hasta el s. XXI conservando bien viva su lengua. Los jesuitas llegaron por estos lares en el s. XVII y establecieron las misiones jesuíticas, sedenterizando a parte de la población guaraní, evangelizándola y creando una nueva estructura social que pervivió hasta el s. XIX. En San Ignacio se conservan unas ruinas de las misiones que visitamos rapidamente el día antes de irnos. Uno se imagina a esos curas europeos creando pueblos, formando y adoctrinando a los autóctonos, y se le pone la piel de gallina. La mezcla es algo inherente al devenir de la historia. La Córdoba andalusí del s. X se antoja maravillosa, la Tombuctú del s. XV resulta atractiva, el París de principios del s. XX tuvo que ser memorable. Pero cuando el dios Dinero o el Dios cristianos imponen su orden en pueblos ajenos, uno se estremece.
San Ignacio es también el lugar que eligió Horacio Quiroga para establecerse. El escritor uruguayo, cansado de Buenos Aires, pasó gran parte de su vida en este lugar de la selva. Nunca lo había leído, pero ya nos hemos comprado sus "Cuentos de la selva" que espera en la mochila.
Tras pasar 3 noches en San Ignacio cambiamos el oriente selvático por el occidente semidesértico. Este país es enorme, muta, da cabida a infinidad de colores. Pasamos veinte horas en uno de esos buses cómodos de por aquí, con sillones anchísimos, reclinables, en casi camas, con servicio de azafatas... no deja de ser un bus, pero se hace muy soportable
Salta es la capital del noroeste argentino, nada que ver con lo sentido en estos cinco meses. Esto se parece más a lo que uno se imagina de sudamérica. El paisaje es seco y árido, uno podría creerse en el Rif. La población es mayoritariamente de rasgos indóigenas, se acabó el predominio europeo. La ciudad no es bonita, tampoco fea. Solo pasamos un día nos esperaba el norte. Paseamos y por la noche fuimos a una peña que nos había aconsejado gente del lugar. Las peñas son los bares donde se juntan los argentinos del norte a comer y beber mientras tocan y bailan folclore: chacarreras, pericón, samba, carnavalitos,... Diversos palos diferentes entre sí para el oído aficionado, pero similares para el ajeno. El folclóre sería como decir el flamenco, un gran árbol que se divide en múltiples palos.
Al llegar el lugar nos decepcionó un poco. Eso no parecía un lugar tradicional, era un gran edificio dividido en múltiples salones interconectados por puertas, nada que ver con la tasca cutre que uno se imaginaba. Nos sentamos, pedimos una botella de vino de la casa. La gente de alrededor era sin duda argentina. Poco a poco el lugar se fue llenando. Al fondo se empezó a escuchar una guitarra. Pedimos de comer: empanadas, humitas, tamales. En el salón de al lado se abrió el estuche de una guiarra. Media botella de vino más, por favor. Luego algo más de comer, más música, más vino. Perdimos la cuenta. Ara empezó a poner en práctica los bailes tradicionales aprendidos en la escuela y, mientras en el salón de al lado llegaron a juntarse 3 guitarras, un violín y un millón de voces, en este bailaba todo el mundo. Cuando nos fuimos llegaban más tambores y guitarras, todo el mundo nos despidió efusivamente, llevábamos la borrachera más importante y feliz desde que llegamos al continente, creo que hasta le cantamos por bulerías al taxista. Y es que a veces sienta muy bien resetearse.
PD: Estamos esperando un bus a Buenos Aires, llegamos mañana. Como en estos días no hemos tenido acceso a internet, estoy escribiendo esto en falso directo, copiándolo desde mi libreta de viajes de papel. Todavía faltan un par de entradas para contar la última semana del viaje.
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Genial post. Digno de Eduardo Mendoza.
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