domingo, 29 de agosto de 2010

Júntame

Se pusieron de acuerdo nada más mirarse. Llevaban años pensándolo, cada uno por su lado, rumiándolo al salir del trabajo, al verse en un atasco, al levantarse los lunes. Lo llevaban dentro, iba con ellos, les acompañaba, pero no quería transformarse en palabras. Era inevitable, estaba escrito, tenía que suceder. Poco a poco el pensamiento fue tomando forma, empezó a materializase.

Un buen día, en casa de Mar apareció un apero de labranza de un metro de longitud. Era de madera y hierro. No sabía qué hacía allí, no sabía quién lo había dejado, pero llevaba un cartel atado que decía así: JÚNTAME.

Luna llegó esa noche tarde del trabajo. Estaba agotada, necesitaba una ducha. Entró en el baño y se sorprendió al ver una rueda de un molino de agua que ocupaba toda la habitación. Sonrió, la tocó, era de madera de encina. Vio unas inscripciones grabadas en la rueda. Eran letras. Las leyó: JÚNTAME.

Ese día se quedó en casa. Río se sentía enfermo, no podía más. Se levantó a media mañana a calentarse un vaso de leche y tomarse una aspirina. Al pasar al salón se encontró una casa de adobe. Entera. Con sus paredes imperfectas, su techo de palma, sus ventanas y su puerta. Pensó que era la fiebre, pero al acercarse y tocarla vio que era real, estaba caliente, tenía vida. Miró por la ventana y pudo leer una gran inscripción en el suelo de la casa: JÚNTAME.

Había quedado con sus amigas, pero Alba pensó que necesitaba estar sola. Decidió coger el coche y conducir por la ciudad sin rumbo con la música fuerte, eso le ayudaba a pensar. Cuando bajó al garaje, en lugar de su coche se encontró con cuatro enormes sacos de grano. No le extrañó. Los sacos tenían una inscripción en grandes letras rojas: JÚNTAME.

Ninguno de los cuatro se conocía, aunque vivían en la misma ciudad. Un domingo cualquiera, cada uno en su casa, leyendo el periódico vieron este anuncio:



Al día siguiente se presentaron los cuatro, algo asustados. No había nadie más, solo ellos. Mar, Luna, Río y Alba se miraron y sonrieron. Entonces lo supieron, se sintieron aliviados. Dejaban la ciudad, los cuatro se iban juntos a empezar una nueva vida en el campo.

-o-o-o-o
Ilustración: SaRa

martes, 17 de agosto de 2010

Buenos Aires – Península Valdés – Ushuaia

La nieve refleja la luz del alumbrado público y crea un ambiente mágico en esta invernal noche de agosto en Ushuaia. La ciudad se prepara para dormir. La bahía oscura dibuja un par de grandes pesqueros cuyas luces flotan sobre el agua. La calefacción de casa le gana la partida a las temperaturas bajo cero del exterior. Da gusto estar de vuelta.

Buenos Aires se dejó recorrer con gusto por los hermanos España. San Telmo, Palermo, Florida, Retiro, Puerto Madero,… escenarios ya familiares que descubría Javi mientras charlábamos de mil y una cosas, nos poníamos al día, compartíamos cervezas y cafés, repasábamos el pasado, repensábamos juntos el futuro. Días de tranquilidad en la gran ciudad, de paseos y sonrisas, de cotidianidades de antaño. Calles, parques, bicis, conciertos… y un espectáculo inolvidable que nos esperaba desde hacia muchos años. Mi hermano me hizo descubrir casi todas mis aficiones culturales: libros, música, estilos… entre sus infinitas cintas tenía una de Les Luthiers con la que nos reímos de lo lindo de adolescentes. Pudimos asistir en el teatro Gran Rex de Buenos Aires a un show de los maestros, algo así como ver al Camarón en San Fernando. Grandísimos. Genial despedida de la capital.

Los países no se conocen si solo visitas sus aeropuertos, así que para viajar a Puerto Madryn hicimos 1.700 km en autobús. Atardecía cuando salíamos de BA y al amanecer nos encontramos de lleno en la infinita llanura patagónica, horas y horas de nada, sol y viento, rectas interminables y películas insufribles en la pantalla. Llegamos a Puerto Madryn bien entrado el mediodía. Otra ciudad soporíficamente cuadriculada, sopla el viento, brilla el sol, no parece que estemos en pleno invierno en la Patagonia. Nos colocamos las mochilas y echamos a caminar con tranquilidad y un cigarro en la boca después de 18 horas de bus. La ciudad está desierta, todo el mundo come o duerme la siesta. La plaza del pueblo deja entrever el mar al fondo, tenemos que encontrar alojamiento así que intentémoslo primero cerca del mar. Una bahía enorme se abre ante nosotros, el sol nos reconforta, las horas de bus se empiezan a olvidar. Miramos al horizonte… manchas negras en mitad de la bahía… no puede ser… venga ya… va a ser que sí… joder… guau… qué pasón… jeje… abrazos… besos… ¡¡¡son ballenas, son ballenas!!! Y están ahí, a cuarenta metros, las adivinamos más que verlas, nos invade una sensación espectacular. Es una playa hermosa y hay ballenas.

Encontramos una pensión confortable y corremos de nuevo al paseo marítimo, encontramos abierto un auténtico chiringuito playero y comemos a deshora con una sonrisa triunfal. No importa que no haya espetos, no importa en absoluto. Brilla el sol, estamos comiendo y viendo las ballenas a lo lejos. Luego recorreríamos un dique desde donde las veríamos algo más cerca. Paseamos por el pueblo, preguntamos por las posibles excursiones y decidimos alquilar un coche al día siguiente para tener toda la libertad del mundo. Descansamos de lo lindo soñando con lo que veríamos al día siguiente: la playa del Doradillo, una playa sacada de los libros de fantasía en donde las ballenas estaban, literalmente, a tres metros de la orilla. ¡Oye, ballena, ten cuidado canija, que vas a encallar! Ni caso, allí seguían ellas acercándose a vernos, unas pocas por allí curioseando con los humanos, otras pocas por acá enseñando a nadar a las ballenitas, unos ballenos más allá intentando ligar con una ballena buenorra que se dejaba querer, otra que se hacía la estrecha y se ponía bocabajo para preservar su virginidad, un balleno adolescente que daba botes porque no sabía que hacer con sus hormonas,... Un espectáculo. Íbamos de paso a la playa y nos quedamos cinco horas. Sinceramente, nos extrañó no ver por allí un hobbit o un minotauro.

Llegamos por la noche a Puerto Pirámide, el único pueblo de la península Valdés. Nos costó encontrar pensión, cenamos en un local hermoso y nos preguntamos porqué Melilla tiene tantos bares y restaurantes sin encanto y proyectamos montar una decena de negocios maravillosos que se irían a la quiebra enseguida en nuestra ciudad natal. Nos levantamos temprano con la idea de hacer el soñado avistaje en barco, pero madrugamos en demasía y ni un café nos pudimos tomar. Mientras amanecía en la cala, con algunas ballenas al fondo, vimos salir el primer barco turístico.
Pronto estuvimos montado en uno y disfrutaríamos de casi dos horas de emoción contenida encima de una embarcación pequeña en un mar transparente. Estábamos junto a las ballenas, esos animales maravillosos y enormes que venían a nuestro encuentro con sus 15 metros de largo, sus miles de kilos deslizándose con suavidad mientras nos exploraban, sus colas enormes a un metro de distancia, sus respiraciones,… Inútil intentar describirlo, es la experiencia que más me ha impactado de toda mi vida de viajero.

Tras un interminable viaje a Ushuaia de 24 horas, llegamos al anochecer bajo una nevada de campeonato. El pueblo le regalaba a mi hermano su más bella estampa. Llegamos por fin a casa, nos encontramos con Ara, compartimos experiencias y al día siguiente exploramos el lugar bajo un sol cálido que contrastaba con la ciudad nevada. Tendríamos tiempo para hacer esquí de fondo al día siguiente, comer el típico cordero patagónico y pasar una última noche juntos antes de que Javi siguiera camino hacia el Calafate. Gracias, hermano, por venir a verte este cachito de mi mundo. Eres una gran persona y, sin duda, el mejor hermano del mundo.

Ahora toca volver al trabajo, disfrutar de la tranquilidad de esta tierra, ver a los amigos y ponerse pronto a planificar el próximo viaje… ¡hay mucha América esperando!

PD: En cuanto ordene y borre el 80% de las fotos que hemos hecho durante el viaje, iré colgando fotos en las entradas antiguas.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Salta - Amaicha del Valle - Buenos Aires

Los últimos días del viaje parecen ya lejanos, después de tres días en la gran ciudad, paseando relajadamente por las calles de la gran capital junto a Natalia y a Ara, y teniendo ahora a mi hermano de compañero de viaje.

Salimos de Salta camino a la provincia de Tucumán, una zona menos montañosa y más verde que la que dejábamos atrás. Llegamos a Cafayate tras cuatro hora de bus, una ciudad con un cierto aura de remanso de tranquilidad, de artesanía, de hippies exiliados a la montaña. Lo que encontramos fue un pueblo-ciudad muy bonito, muy cuidado, muy preparado para el turista. Todo demasiado lindo para ser real, no le dimos la oportunidad de enseñarnos sus encantos.

Seguimos camino enseguida hasta Amaicha del Valle, un pueblo curioso en el que pasamos dos noches. Encontramos una habitación barata en las cabañas de un camping. Salimos a recorrer las pocas calles del lugar y buscar algún sitio en el que cenar algo verde. Acabamos en un curiosísimo local situado en la plaza central, con una cocina vegetariana riquísima y un entrañable ambiente presidido por Joaquín, un antiguo hippy con pinta de motero, jovial y afable, con su hijo de cocinero y un batiburrillo de viajeros adoptados que se quedaban unos días en el lugar. Charlamos alrededor de una botella de vino, surgió la chispa de la afinidad y quedamos en visitar su casa al día siguiente. Y así fue, estuvimos parte de la tarde y la noche en su casa, una de esas casas caóticas y maravillosas de grandes espacios, con sofás y colchones por todas partes, herramientas de todo tipo, bolsas de comida a granel, conservas caseras, desorden, espontaneidad. Acompañados de otros viajeros, nos vimos envueltos en la elaboración de uno de los platos tradicionales, sino el que más, de la cocina argentina. Un estofado de numerosas legumbres, verduras y casquerías que se hace a fuego lento durante muchas horas: el locro. Estuvimos unas ocho horas alrededor de las brasas de un fuego de leña que íbamos alimentando, removiendo las dos ollas de 50 litros cada cinco minutos, charlando y riendo, disfrutando de no tener nada que hacer sino estar allí, bajo ese cielo estrellado inmenso, bello, lleno de preguntas, esos cielos que uno siempre añora en la ciudad.

Iñaki, un español que llevaba en el pueblo varios meses, nos contó alrededor del locro las características político-sociales del lugar. Amaicha es una comunidad indígena que sigue conservando sus instituciones tradicionales. Una cédula real concedida por el rey de España en el s. XVIII les ha permitido defender legalmente sus títulos históricos y mantener parte de sus fueros. Existe un cacique elegido por la comunidad y un consejo de sabios para resolver conflictos. Gran parte de las tierras son comunales y son prestadas a quienes viven en ellas o las trabajan. Curiosa manera de organizar la vida en el s. XXI desde una perspectiva diferente de la propiedad privada. Por supuesto, eso no implica que no haya corruptelas, historias extrañas y tejemanejes propios de cualquier pueblo en el que todos están peleados con todos.

Aquella es también la zona de los indios Quilmes. Lo que hoy da nombre a la cerveza más común en el país fue un pueblo milenario sometido, exiliado y desaparecido
en el s. XVII. Los Quilmes fueron uno de los pueblos más guerreros de la zona y como represalia, cuando los españoles los vencieron -solo lo lograron tras un largo sitio-les obligaron a abandonar sus tierras y les obligaron a caminar hasta Buenos Aires (1.700 km) donde solo llegaron unas 400 personas. En las ruinas de su ciudad, en la ladera de un hermoso cerro, es fácil imaginar la actividad de sus antiguos habitantes, las prisas del mercader por llegar a su local, la tranquilidad de una madre mientras encendía el fuego de su cocina bajo el amable sol de invierno, las carreras locas de los niños al atardecer. Piedras y cesped que representan la brevedad de los días.

Nuestro viaje se acababa. Tafí del Valle, a 2.100 metros, nos recibió con mucho frío y pasamos 24 horas descansando y preparándonos para la vuelta. El bus de vuelta hacia Tucumán nos regaló unos espectaculares paisajes en el descenso de dos horas que nos llevó a través de tupidos bosques hasta la ciudad. De allí otra vez un gran viaje de infinitas horas hasta Buenos Aires. Punto y seguido. Se acababa un viaje y empezaba otro. Natalia llegaría al día siguiente, disfrutaríamos de dos maravillosos días en la ciudad, nos reíriamos y sentiríamos el calor de la familia. Luego Ara y Natalia se irían a Ushuaia. Hasta pronto compañera, gracias por estos maravillosos 20 días, disfruta y sé feliz. A mi me toca descansar, llega mi hermano en pocas horas. Ya está aquí, duerme después de todo un día en la ciudad. Estoy feliz. Mi queridísimo hermano, un trozo de mí, como un brazo o una pierna, alguien que me ha definido y modelado, que me ha guiado y amado, mi hermano, mi hermanito, se ha cruzado medio mundo para estar conmigo. Y nos vamos de viaje. Estoy feliz.

domingo, 1 de agosto de 2010

Salta - Quebrada de Humahuaca

Desayunamos con tranquilidad en la terraza soleada del albergue de Salta y nos fuimos a la estación de autobuses. El sol brillaba con fuerza por primera vez en todo el viaje, por primera vez en cinco meses. En el resto del viaje los días serán ya soleados y calurosos y las noches estrelladas y frías.

Llegamos a Jujuy al mediodía y nos paramos unas horas para pasear y comer algo. Jujuy está ya a 1.200 metros de altitud y evoca a la Argentina más profunda, más latinoamericana, más india, más andina. Jujuy suena a guitarra triste que le canta a los montes y a la soledad.

En Jujuy siempre han vivido los indios Colla, una población ya más mestiza que aborígen, emparentados con los Quechua y los Aymará. Fueron invadidos por los Incas que les dotarían de nuevas formas sociales y de mejoras en las técnicas agrícolas y luego por los españoles que les impondrían su idioma y su religión. Una religión cristiana omnipresente en sus valles. Las iglesias son los centros vertebradores de la sociedad, las vírgenes y santos son sacados en procesión a menudo. Una religión que ha incorporado numerosos ritos ancestrales de la población originaria, que hace ofrendas a la pachamama desde el altar.

Al entrar al valle de Humahuaca se retrocede en el tiempo y se visita la imagen mental del México de las antiguas películas de vaqueros.
Los buses son antiguos, todo está seco, se respira el polvo de las callejuelas. Los cardones -esos cactus prototípicos- se hacen los reyes de la vegetación.

El primer pueblo en el que nos paramos es Purmamarca. Decepción. Además de los habituales turistas europeos, la provincia de Buenos Aires (unos 12 millones de habitantes) está de vacaciones y el pueblo se parece a Mijas en verano. Estamos cansados, está oscureciendo, buscamos una habitación y al día siguiente nos vamos a Maymará, un poblado solitario sin atractivos turísticos donde estableceremos el cuartel general y pasaremos tres noches (8 euros la habitación doble!!).

Las montañas del valle dejan al aire distintos estratos de mineral y aparecen multitud de colores. Los paisajes son enormes, los colores del monte asombrosos, los cardones adornan una paisaje bastante seco en esta época del año. El verano verá fundirse las nieves de las cordilleras vecinas y los ríos bajarán furiosos. Ahora todo está seco, por el día el sol calienta, quema incluso, por la noche hace mucho frío. Hacemos algunas caminatas, subimos y bajamos el valle en bus, visitamos Humahuaca, Volcán, Tilcara. Caminamos, miramos, intentamos evitar los lugares comunes, escondernos, uno quiere visitar los lugares sin encontrarse a turistas. Uno quiere ser lo que no es. Es casi imposible disfrazarse de viajero cuando solo vas a paar unos días en un lugar, uno es turista, sin más, aunque haga todo lo posible para no serlo.

Los poblados del interior de los montes están habitados por comunidades que se dedican sobre todo a la industria textil. Lana de llama y de oveja hilada artesanalmente, todo tipo de prendas tejidas a mano para venderla a los turistas. Se nota el esfuerzo hecho en realizar cooperativas de productoras que se encargan de todo el proceso de la lana y que intentan ser también los que venden el producto final, sin intermediarios. En una de esas ferias artesanales compramos no pocos productos de lana, pensando que así contribuimos en algo al desarrollo de las comunidades autóctonas, llevándonos regalitos calentitos y artesanos.

El último día visitamos unas salinas a 4.200 metros de altura, una planicie enorme rodeada de picos, un lugar extremo, todo blanco, un calor sofocante, una mezcla horrible de turistas que visitábamos el lugar y de un grupo de trabajadores explotando las salinas en cooperativas, sal para el consumo humano destinada sobre todo a Paraguay y Perú según nos decían, trabajadores expuestos a unas condiciones naturales durísimas, con un sol que les abrasaba durante el día y un calor extremos cuando se iba el sol.

Ese fue el punto más al norte que visitamos, luego empezamos a bajar para visitar nuevos lugares en nuestros últimos días de vacaciones. Próximo capítulo: Tucumán.


PD: ya estamos en Buenos Aires y ya está aquí Natalia!! Qué alegría verla!! En un ratito salimos de ruta a disfrutar de la ciudad con nuevos ojos y escuchando hablar sevillano!!