viernes, 17 de septiembre de 2010

Bibliotecas. Oda y adiós.

Mi primer recuerdo de una biblioteca supera con creces en entusiasmo a la primera vez que pisé el Camp Nou, y aseguro que cuando Alfonso Fons me invitó a ese campo mítico, siendo ya mayorcitos y habiendo compartido muchos años de afición blaugrana, sentí una embriaguez alarmante.

La biblioteca municipal de la Part-Dieu de Lyon no me impresionó por la calidad de su fondo de archivo -en 1986 yo sólo tenía diez añitos y no hablaba ni una palabra de francés- sino por su enormidad, sus grandes ventanales, sus numerosas plantas, sus infinitos libros, revistas… ¡cómics, discos, vídeos… incluso televisores para ver las películas! Qué no ocurriría por la mente de un niño que pasa directamente de la biblioteca de un colegio de pueblo a pasear por ese inabarcable parque temático de la cultura. Además, esa biblioteca abierta, luminosa, llena de vida, estaba situada al final de un centro comercial grandioso, colorido, infinito. Uno no dejaba de maravillarse de que hubiera tantas tiendas juntas, tan divertidas, cuando al final de ese circo llegaba de la mano de sus padres a la ciudad de los libros.

Desde entonces, lo primero que hago al instalarme en una ciudad nueva es sacarme el carné de una o varias bibliotecas, aunque no siempre las visite luego. A mi primera biblioteca nunca he vuelto, es la del colegio León Solá de Melilla, del que mi padre, Luis España, maestro, era director en la época. No pocos sábados o domingos tenía que aligerar trabajo y me llevaba a su colegio, un lugar enorme que yo sólo conocía cuando no había clases. Bajábamos del coche, yo saludaba tímidamente al conserje y mi padre me solía dejar en la biblioteca mientras trabajaba en su despacho. Allí leí todos los Tintin y todos los Asterix, allí mataba el tiempo mirando los lomos de los libros o maltratando una vieja máquina de escribir que había al fondo, junto a la ventana, pulsando incesantemente las teclas para escuchar su ruido. Me encantaba estar en esa biblioteca y deambular por los pasillos vacíos de un colegio que sólo conocía cuando estaba vacío, era mi castillo.

Todavía en Melilla, me aficioné a leer por culpa de mi hermano que conseguía que nuestro yayo, Manuel España, tendero, le trajera todas las semanas el Don Miki y así pasásemos horas con el Tio Gilito, Chip y Chop, los Apandadores, Patomás, los Jóvenes Castores,... Así me aficioné a leer, con los Don Miki, los TBO, los Super Húmor. Pero cuando realmente me mordió la literatura, dejándome un virus que ya siempre seguiría conmigo, fue ese año de 1986 en que nos trasladamos a Lyon y conocí su biblioteca. Durante los primeros meses de nuestra estancia no teníamos televisor y pasamos muchas horas jugando o leyendo los cuatro en el salón. Mi yayo, igual que antes hiciera con el Don Miki para sus nietos, ahora le mandaba a su hijo El País una vez por semana, rigurosamente, y así seguían mis padres informados de los asuntos de España. Mis recuerdos dicen que en uno de esos envíos llegaron libros, entre ellos La Historia Interminable de Michael Ende. Esa debió ser la primera vez que tuve un orgasmo, un dilatado orgasmo intelectual mientras leía las historias de Bastián en el reino de Fantasia, en esa edición de Alfaguara a dos colores. Gracias a Michael Ende –y luego aprendí que gracias, en gran parte, a Miguel Sáenz, su excelente traductor– empecé una relación con la literatura que, con sus más y sus menos, sigue madurando. Desde entonces siempre busco La Historia Interminable en una biblioteca nueva, si está, me saco el carné.

Melilla tuvo después una más que digna biblioteca, Circleville carecía de ella, Granada las tenía de todos los colores, la de Berck era escolar, en Córdoba pasé tantas horas en su biblioteca municipal como en los bares, en Madrid ganaron de calle los bares, y en Sevilla, con una más que agradable biblioteca municipal y algunas pequeñas bibliotecas de barrio, me quedé con los carnés y las primeras visitas y salieron ganando los bares y las librerías en las que fui engordando mis estanterías.

Este año en Ushuaia he vuelto a pasar muchas horas en la modesta Biblioteca Popular Sarmiento, con un espacio muy limitado pero con grandes maravillas en su haber. Y en su honor y en la de todas las bibliotecas escribo esto. Y lo escribo como despedida, porque dejo los libros y me paso al mundo moderno. Hace un tiempo unos amigos me enseñaron un genial invento fruto de la más avanzada tecnología. Adiós bibliotecas, hasta aquí hemos llegado, os abandono por este tremendo invento:

2 comentarios:

  1. si es que la gente ya no sabe que inventar...
    también está la Biblioteca popular Alfonsina Storni, y la biblioteca de la escuelita Las Lengas...la veradd es que estamos bien servidos..

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  2. La próxima vez que vayamos al Camp Nou te llevas un ejemplar de La Historia Interminable, y yo El Hobbit (que es mi equivalente), y así nos extasiamos junticos. Y si nos los ponemos de cojín veremos mejor el partido.

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